Martín Franco Vélez

El escritor fantasma

In Crónicas on December 4, 2012 at 10:05 pm
Adalberto Agudelo, ganador de 32 premios literarios.

Adalberto Agudelo, ganador de 32 premios literarios.

UNO

Adalberto Agudelo Duque ha ganado 32 premios literarios y, sin embargo, muy pocos lo conocen. Casi nadie, a decir verdad. Pese a que ha pasado más de la mitad de sus 74 años escribiendo, ninguna editorial reconocida se ha animado a publicarlo, las librerías no tienen sus títulos en catálogo y en las bibliotecas públicas apenas aparecen tres o cuatro libros de cuentos y algunos relatos dispersos en diferentes antologías. Pero, aun así, Adalberto escribe: cuatro novelas –dos de ellas premiadas, una hace dos años con el Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá–, y decenas de cuentos, poemas y ensayos regados por aquí y por allá.

Quienes lo conocen aseguran que Adalberto es, quizás, el escritor más premiado de Colombia. Tantos son los homenajes recibidos que Octavio Escobar, escritor caldense, dijo alguna vez que “a cada electrodoméstico de su casa habría que soldar una placa con el nombre de la convocatoria que permitió su compra”.

Adalberto es un profesor jubilado de quien se dice que escribe para ganar concursos y que tiene claro qué enviar y a dónde para adjudicarse los premios. Muchos aseguran que su obra no es trascendente. Pablo Felipe Arango, abogado y dueño de la librería Libélula, ubicada en la avenida Santander, en Manizales, no tiene pelos en la lengua: “Adalberto es un simple ganador de premios, para lo que es un maestro. A él le gusta esa imagen que ha venido gestando de incomprendido y rebelde, pero ni lo uno ni lo otro”.

No es el único. Pablo Rolando Arango, escritor y profesor de la Universidad de Caldas, asegura que Adalberto “es un concursante profesional”; y Carlos Augusto Jaramillo, ganador del concurso de literatura de la Gobernación de Caldas en 2007, interviene: “Es un viejo interesante que escribe unos cuentos muy buenos. El problema es que es cascarrabias como él solo, aunque ese también es su encanto”.

Pero –se sabe– una cosa es el escritor y otra muy distinta su obra.

DOS.

A primera vista, Adalberto parece inofensivo: bajito, flaco, de pelo hirsuto, tiene la voz suave y el trato delicado que brindan las personas mayores. Lleva puesta una chaqueta negra, camisa azul de manga corta, pantalones de dril cafés y un par de mocasines sencillos. La barba incipiente y las facciones bruscas le dan ese aspecto de hombre humilde, casi de campo, dueño de una personalidad elocuente y gentil.

Más adelante –ya en su casa–, contará que desde pequeño se amarra los cordones en la parte baja del zapato y al revés para demostrar que es diferente. Dirá que trabaja en su cuarto, en una silla rimax blanca y grande que da contra un pequeño balcón desde donde se ven los techos de zinc de un barrio manizaleño; revelará que escribe a mano, en hojas blancas de cuaderno y con un lápiz al que le saca punta por los dos lados, y que, cuando termina, le entrega los borradores a su mujer para que los pase a computador. Confesará que además de escribir, pinta –mostrará un cuadro de Manizales dibujado por él que adorna la sala de su casa–, y que también hace a mano las cortinas de los baños que hay en su hogar.

Pero eso será después; ahora, sentados en el café Juan Valdez de la avenida Santander, Adalberto cuenta que empezó a sentirse escritor desde muy pequeño, cuando escuchaba las historias de su padre, un campesino que salió del Tolima a buscar mejor futuro en Manizales. Fue por esas historias, y por los cómics que empezaron a caer en sus manos –Tarzán, El Fantasma, Red Ryder–, que comenzó a escribir sus propios cuentos. Pero lo que verdaderamente lo hizo lector –y luego escritor– fue haber trabajado como voceador de prensa. “Para mí ese mundo era mágico. Ver cómo ponían el papel a un lado y al otro salía el periódico, era una cosa fantástica”.

En el diario La Patria, de Manizales, devoró los cómics que después le enseñarían a crear atmósferas, diálogos, tensión. Y cuando terminaba su trabajo de voceador, se iba a cine. “Como en esa época era gratis, allá me la pasaba todos los días, sobre todo sábados y domingos”.

Hay más anécdotas que ilustran la manera en que fue allanando el camino para convertirse en escritor: aquella en la que recuerda cómo sus hermanas –eran 14 hijos: siete hombres y siete mujeres–, le pedían que les escribiera las cartas de amor que les mandaban a sus novios. “De milagro no soy cacorro, pues me la pasaba declarándoles el amor a esos muchachos”, dice. Y esa otra en que una vez, como castigo, lo obligaron a conseguir cuatro poemas para declamar en la izada de bandera del colegio. Adalberto encontró tres y, como le resultó imposible hallar otro, decidió escribirlo. Entonces le contó a la profesora. El día del evento la maestra leyó el poema delante de todos y el colegio entero estalló en un aplauso.

Cuando se graduó, a los 17 años, tenía más de 30 cuentos y cientos de poemas en un cuaderno.

Manizales, eje central de su obra.

Manizales, eje central de su obra.

TRES.

¿Cuál es la razón para que casi nadie lo lea? El hijo mayor de Adalberto, homónimo de su padre, tiene una razón visceral: “No es fácil para una persona de origen obrero, sin apellidos de ‘caché’, darse a conocer en una ciudad tan conservadora como Manizales”. Algo similar opina su otra hija Paula Andrea –casada, residente en Canadá y poeta silenciosa–: “A las editoriales les interesan más los libros que hablen de narcotráfico y chicas prepago que textos de calidad”.

Octavio Escobar especula que los temas de Agudelo lucen anticuados. El propio Adalberto se atreve a formular otras hipótesis: que el exceso de premios no es una buena carta de presentación, y que los escritores caldenses heredaron el lastre dañino de esa escritura barroca conocida como ‘grecocaldense’.

No todos piensan lo mismo. Pablo Felipe Arango, de Libélula, ataca de nuevo: “Su obra es predecible; con buenos momentos, tal vez, pero simple ganadora de premios. No tiene alma, carece de espíritu”. Marco Tulio Aguilera, quien hizo parte del jurado que en 1994 le dio el Premio Nacional de Cuento a Variaciones, es demoledor: “Esa obra fue premiada en contra de mi opinión. Ganar 32 premios no es garantía de calidad. Si Agudelo no es conocido es porque no ha escrito nada que valga la pena”, dice.

Si nos ponemos crudos, habría que añadir dos razones más: la primera es que los premios ganados –a excepción de un par reconocidos a nivel nacional– no gozan de mucho renombre. La lista es casi tan larga como desconocida: Premio Clarisa Zuluaga de Jaramillo de Filadelfia (Caldas); Premio de cuento de la Cooperativa Caldense del Profesor, y Premio de Cuento Coomeva, entre otros. La segunda es que, aunque suene paradójico, Adalberto sí se considera un cazador de premios: “Digámoslo de una manera cruel: hay que reconocer que en el país existimos toda una tropa de ‘concurseros’ que vamos por la bolsa y por el nexo con la editorial. Yo me meto en ese grupo”, dice. Y confiesa que tiene sus técnicas: siempre que manda un texto a concurso lo remite desde la región de donde lo convocan. Así, dice, hay más probabilidades de que los jurados pongan sus ojos en él.

Y aunque maneja un estilo lírico, donde la mayoría de los personajes carecen de nombres y representan más bien ideas, hay cosas de su literatura que dicen mucho: que dos cuentos suyos –La manifestación y La noche de las barricadas– comiencen con la misma frase, tengan idéntico narrador y cuenten una historia muy similar (las revueltas estudiantiles en el Manizales de los setenta); que un libro entero (Variaciones) abarque ese tema de manera muy parecida; y que en más de una ocasión haya reunido sus cuentos para ponerlos bajo el rótulo de novela, demuestran que la ambición por los premios está latente.

CUATRO.

“Por esa época escribía todo el día. Vivía en el barrio Colombia y de ahí me iba hasta el sector del Cable con una agendita. Así salió Suicidio por reflexión, una obra medio autobiográfica de un muchacho que se quiere morir y decide entrar en huelga de hambre. Yo intenté hacer eso tres veces, por varias crisis que tuve. La primera duró trece días hasta que mi mamá me sacó diciéndome que si no comía, ella tampoco. En ese tiempo escribí también cuentos, poemas y ensayos que después decidí quemar por lo que me pasa todavía hoy: los mandaba a distintas editoriales y siempre me respondían que no estaban interesados. Yo sabía que quería ser escritor, pero me preguntaba: si no voy a publicar, ¿para qué escribo? Me cansé y decidí dejar el oficio a un lado.

Durante varios años escribí muy poco; solo a veces redactaba versos que terminaba botando. Me dediqué a la enseñanza hasta que en 1979 vi una citación al premio Gobernación del Quindío. Yo había empezado un cuento que se llamaba Toque de queda y me senté a terminarlo. Lo mandé y quedó finalista. Eso me reanimó. Seguí escribiendo; me senté a desatrasarme.

Y no crea: muchas veces me he preguntado para qué escribo. Cuando hago talleres con muchachos les digo dos cosas: que uno escribe para sentirse vivo y que una forma de sentirse vivo es escribir. Pero les digo, también, que no piensen en escribir para publicar porque la vida me ha enseñado que el destino final de la escritura no es ese. Parece una contradicción con lo que he dicho, lo sé, pero los años me mostraron que publicar es un accidente. Claro que cuando veo que hay una convocatoria, mando a ver qué pasa. Y mando buscando que el premio me lleve a la publicación porque, al final, la escritura es una forma de esnobismo.

Yo espero que me lean pero no me afano por eso. No pienso en la fama, no me gusta. Es más, le digo: soy famoso en Manizales y eso es un encarte porque a veces quisiera tener una vida clandestina y no puedo. Pero ahora las cosas han cambiado, ¿sabe? Después de que premiaron Bola de trapo con el Ciudad de Bogotá, un amigo me dijo: “Bueno, maestro, ¿y ahora qué?”. Y me mató. Luego fui a Buenos Aires y tuve una impresión maluquísima: la avenida Primero de Mayo está llena de librerías. Millones de libros, uno no sería capaz de contarlos. Bosques completos convertidos en papel. Y entonces pensé: ¡ay, juepucha!, ¿y este va a ser el destino de mis libros? Qué pereza, hermano. Desde entonces se me hace difícil escribir.

Pero lo que en verdad me preocupa es la inutilidad de la escritura, porque, dígame si no, el destino del 98% de los escritores es el olvido. ¿Adónde van a parar los libros? Mire mi caso: decenas de premios y… ¿dónde está mi literatura?”.

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CINCO.

La Casona es un bar ubicado en pleno centro de Manizales que funciona en el patio de una antigua casa. El lugar es el centro de reunión de Adalberto. Todos los días a las cuatro de la tarde el escritor se sienta a tomar unas cervezas –o rones, si está animado– y a hablar de libros o política con sus pocos amigos.

En La Casona lo conocen, lo aprecian. Jorge Franco, el dueño del lugar, dice que es su mejor cliente. “Conmigo no es ningún hijueputa”, tercia Ramón, el mesero. “Lo que pasa es que Adalberto no invita a nadie a la mesa. No, mejor: no invita a cualquiera a su mesa”.

“El problema es que tengo ese lastre –dice Adalberto–. Yo heredé una fama de agrio porque desde la universidad contradecía”. Y entonces cuenta que hace un tiempo lo acusaron de distribuir unos panfletos en los que hablaba mal de sus colegas. Adalberto, por supuesto, lo niega y dice que es pura envidia. Pero Pablo Rolando Arango me dirá luego que tiene varios indicios para pensar que esos panfletos, enviados con el seudónimo de Pablo Beltrán, sí son de Adalberto: “En esos textos aparecen fragmentos de un libro suyo que se llama Ensayando. Además, es muy curioso que los únicos escritores que salgan bien librados sean Octavio Escobar y él”.

Cuatro cervezas después, Adalberto tiene su propia teoría: “Es triste, pero ni siquiera en Manizales conocen mi obra. ¿Sabe qué pasa? Que a los libreros de acá les da pena exhibir los libros de los escritores locales. Haga la prueba: pregunte en las librerías y verá. Una vez llevé a una de ellas diez ejemplares de un libro mío y cuando a los dos o tres meses volví a preguntar en qué iban, me devolvieron once”. Luego ríe con una risa triste. Una risa de resignación.

Pero más allá de las riñas, las envidias, la soledad y lo inútil que pueda resultar su escritura, Adalberto lo tiene claro:

–¿Cambiaría todos los premios que ha ganado si una editorial como Alfaguara o Planeta le publicara su obra?

No lo duda un segundo, le brillan los ojos:

–¡Ah, por supuesto!

 

Publicado en Cromos y el Magazín de El Espectador.

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